viernes, 12 de julio de 2013

Séptima y última parte

Llámenme Ismael.

Aquí estoy, aquí sigo, en El Aserradero, solitario y triste, cavilando, extenuado y yerto de cansancio material, y más que eso, de abatimiento, porque estoy aquí, yo, inútil e inerme para ir a salvar a mi hijo y a sus compañeros.

Nos distrae un pequeño incidente: al español  le ha venido el mal de montaña y ha tenido que acostarse en el suelo.  Y es esto, la evidencia de nuestra fatiga, lo que nos hace tomar una decisión: regresar en el camión, para llegar a Huejotzingo y adquirir las últimas noticias que se tengan en Puebla.

 Siento un profundo dolor en el alma. Veo que todo mi sacrificio (la caminata durante cuatro horas y media bajo la lluvia y la granizada, mi soledad durante esa caminata, el hambre, el cansancio aumentado por la carga de la pena moral) parece inútil. Tal vez, en estos precisos momentos, todavía  se debaten los muchachos, se arrastran sobre las heladas cumbres del Ixtaccíhuatl, en busca de un ligero destello de vida, los moribundos alpinistas, traicionados por las nieves del volcán.

¡Pero si en estos momentos puedo llegar hasta esas nieves,  tal vez sea aún tiempo de regresarlos con vida!

No. Estoy aquí, inútil e inerme para devolverle la existencia a mi hijo.

Miro de soslayo el bulto que lleva consigo el sacerdote que nos acompaña: trae el Viático, trae lo necesario para dar la extremaunción. Nos desanimamos entre nosotros mismos, cada uno piensa en lo más negro, en que los alpinistas están ahora muriendo, tragados por una grieta o cogidos por un alud de nieve. ¡Son ya veinticuatro horas las que han pasado del plazo en que deberían haber descendido sanos y salvos! Todos, en un secreto convenio de resignación cristiana, fingimos ánimo, cuando en realidad balbuceamos desde el fondo de nuestros corazones: las traicioneras nieves del volcán se los han tragado; sí, se los han tragado.

Deben estar yertos –dice el señor Fernández, sin dirigirse a nadie en particular-, tiesos y tendidos sin vida, entre las nieves. ¿Qué le digo a la madre de mi hijo, qué le digo? ¡Qué barbaridad!

No miro al señor Fernández. Cubro mi rostro con ambas manos, para esconder el dolor y el cansancio. Me descubro, levanto la mirada y hablo con el cielo:

-¡Volverán, volverán!

Ya vamos en el camión, camino a Huejotzingo.  En sentido contrario, un coche nos lanza la luz de sus faros para que nos detengamos. Frenamos. Nos asomamos a las ventanas:

-Íbamos por ustedes. Les traemos gasolina, por si hace falta. ¿Qué saben?
-¡Nada! No aparecen. ¿Y allá?
-Las nieves de los volcanes son muy traicioneras.

Coche y camión regresan juntos a Huejotzingo. Son las siete y media. Aparece otro coche en sentido contrario. ¡Seguro vienen a darnos la hermosa nueva de que los alpinistas han regresado a Puebla!

No. Las voces son las mismas, el mensaje es el mismo: nada, no aparecen, no han regresado, siguen perdidos.

Yo veo esto muy mal –dice el español del vértigo-. Yo subí hasta lo más alto, delante de Las Cuevas, y vi huellas de personas. Eso me consoló, porque la posición de las huellas indicaba que no se quedaron en las nieves sino que caminaron hacia abajo.

Entonces –advierte otro-, se perdieron en alguna de tantas barrancas…
No necesariamente –digo yo-. Tal vez, por la desorientación que sufrieron, saldrán por el Estado de México, por Morelos o por San Martín Texmelucan, extenuados, hambrientos, harapientos…

Si es que lograron bajar –señala el español-, porque pudieron haber sido atacados por animales o por delincuentes.

El señor Lapuente echa más leña al fuego de los lamentos: Sí, sí. Los largos años de revolución desataron las más bajas pasiones de los hombres.

Pero las huellas –insiste el español-, las huellas que vi son un buen indicio…

No, estimado amigo –corta la voz de un Lapuente-, las huellas que usted vio pertenecen a los alpinistas que no ascendieron hasta el pecho de la Mujer Blanca. Durante la tarde de ayer, habían estado esperando a sus compañeros, pero se avecinaba la noche y se vieron obligados a descender al Aserradero.

¡Huejotzingo, por fin! Son las ocho y media de la noche. Bajamos de los coches. Somos alrededor de quince hombres (sacerdotes, profesores, padres de alpinistas y amigos), y todos apuramos el paso para entrar a la casilla telefónica del lugar. Nuestras voces son un parloteo de peticiones, que la operadora atiende abrumada:

-¡Larga distancia, por favor!
-¡Comuníqueme usted con el 40-57!
-¡El 30-25, el 48-07!

Fijo mi mirada en los ojos de la operadora, para aislarla de las demás voces:

-Señorita, póngame con el 45-51, por favor, es urgente.

-¿No han llegado?

La respuesta a nuestras llamadas es, en todos los casos, un no rotundo dicho con voz entrecortada por el sufrimiento.

¡Reunamos ahora mismo a veinte hombres! –digo a gritos-. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nosotros estamos acabados, no soportaríamos un nuevo ascenso. Veinte hombres que se encuentren frescos. Que vayan al Aserradero y que suban a buscar, mientras nosotros recuperamos las fuerzas. Hay que llevar reatas. Es posible que los muchachos hayan caído por una grieta...

Me interrumpe un hombre amable: Señor, yo conozco muy bien una parte del volcán, por otro rumbo de las estribaciones. Puedo explorar esa parte.

Sí, muchas gracias, amigo –respondo-, pero vaya con alguien, no vaya solo. Ya hace horas que también nos comunicamos con el Instituto Oriente. Quedaron de mandar a un grupo de alpinistas que se internarán desde Amecameca en busca de nuestros hijos. ¡Y tengo otra noticia, señores! En Puebla hay un militar que nos ofrece un avión para volar mañana lunes sobre el Ixtaccíhuatl.

Con tales instrucciones y acuerdos, nos despedimos y nos preparamos para salir hacia Puebla, a ver a nuestras familias, a proveernos de equipo de alpinistas y comestibles propios para esas ascensiones. Tenemos la idea fija de descansar debidamente para regresar el lunes y continuar la búsqueda al despuntar la aurora.

Veo la angustia en los rostros y en las miradas, y entiendo que son el espejo de mi propio semblante. Son las nueve de la noche. Siento la atmósfera muy cargada, parece que algo va a explotar desde el fondo de nosotros mismos. No sé que es, porque el llanto ya fue. No sé. Hasta ahora, hemos conservado la unidad; pero la tensión está llegando a su límite. Algo va a romperse. Lo presiento.

El señor Fernández nos pide que, antes de partir a Puebla, lo dejemos llamar otra vez a su casa. Quiere preguntar de nuevo (todos queremos preguntar de nuevo, cada minuto, cada segundo). Llama, entonces, y pregunta a Puebla si algo se sabe...

Todos los presentes, como tocados por una corriente eléctrica, callamos, aguzamos el oído, estiramos el cuello. Miramos el rostro del señor Fernández, quien retira de su oreja el auricular, lo coloca en su hombro, observa la solemnidad de nuestra angustia y nuestro dolor… y arranca en un llanto que lo ahoga, pero tiene la fuerza para decirnos claramente:

-¡Volvieron, volvieron! ¡Ya llegaron! ¡Todos, ilesos, ilesos, ilesos!

Brota de nuestras gargantas el más intenso grito de alegría. Todo el peso que doblegaba hasta hace unos segundos nuestro espíritu rueda vertiginosamente hacia ninguna parte. Nos sentimos ligeros, sentimos la vida, la vida nueva. Estuvimos muertos durante más de veniticuatro horas, enterrados en nuestra propia angustia, bajo la tierra de nuestro dolor. ¡Pero hemos resucitado! Nos abrazamos. Se encienden los rostros, brillan como soles nuestras pupilas. Y yo tengo un arrebato pueril: sugiero al grupo correr a la tienda vecina a tomar una vivificante copa de cognac.

Llego a Puebla. Llego a casa. Las luces están encendidas. Me acerco. La puerta principal se abre. Una inmensa cascada de luz me golpea de frente. Y en medio de tanta luz, veo por fin la silueta de mi hijo Agustín. Lo abrazo como abrazamos en la familia, casi hasta el ahogo. Lo abrazo y lloro. No escucho la voz de Agustín. Sólo siento en mis mejillas la dulce humedad de sus lágrimas. Nos hemos contagiado de tanto tiempo presente. No existe pasado ni futuro, sólo el presente como epílogo de un pequeño incidente acaecido en la vida de los Aguilar Rodríguez.


jueves, 11 de julio de 2013

Sexta parte

Fotografía tomada en noviembre de 1941,
seis meses después de los acontecimientos 
narrados por el ingeniero Ismael Aguilar Muñoz 
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Me llamo Agustín Aguilar Rodríguez, 
tengo 17 años y estoy perdido. 
Llamar por favor a Puebla, al 45-51.

Agustín guarda la nota en el bolsillo de su camisa

Si pierdo la razón, alguien encontrará mi nota –murmura Agustín, mientras el viento susurra tétricos lamentos por la desgracia del joven, quien vuelve en sí, levanta la mirada y dice en voz alta: ¡Pero no he perdido la razón! ¡Dios mío, haz que encuentre a mis compañeros!

Agustín confía en Dios, sí, pero prefiere reforzar sus plegarias con un Ave María. Dios te salve, María, llena eres de gracia...

Sigue con su rezo, el Señor es contigo, mientras corre y trepa al punto más alto de una loma, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús, abre desmesuradamente los ojos, Santa María..., atisba como lince y… ¡percibe allá, a lo lejos, una hilera de nueve personas que se mueve hacia donde él se encuentra!

¡Aquí vienen, aquí vienen! -dice con su sonrisa el perdido de los perdidos, y regresa el alma a su cuerpo-. Ya no estoy tan perdido. 

El grupo se había dado cuenta de que faltaba Agustín, así que los nueve regresaron a buscarlo. ¡Y ahora se encuentran! El grito colectivo revienta en esquirlas de júbilo y el alivio baja y se balancea como una ligera pluma.

Agustín –dice el profesor, visiblemente molesto-, el grupo echó a la suerte si regresábamos por usted o lo abandonábamos. La moneda decidió que lo abandonáramos, jovencito; pero impuse mi autoridad. Es usted tan despistado, que sus padres me lo hubieran reclamado toda la vida. ¡No se abandona a un despistado en medio de la nada! ¿Cómo fue que se perdió, Aguilar?

-Usted dijo que, para mantener la fila unida, con la mano derecha tomáramos el hombro del compañero de adelante. Así lo hice. ¡Pero la fila no avanzaba, no avanzaba! Qué raro, pensé. Y de pronto me di cuenta de algo espeluznante: mi mano derecha estaba posada en una gran piedra.

El profesor tuvo que apagar el estallido de risas de los compañeros...

-¿Por qué espeluznante, señor Aguilar?
-¡Porque yo recuerdo haber tomado el hombro de un compañero!
-Pues ya ve que no, muchacho tonto. Tendremos que inventar otra historia, Aguilar. 
-¿Por qué, profesor?
-¿Cómo que por qué, Aguilar? ¿Quiere que sus futuros hijos y nietos se enteren de sus hazañas?
-No, profesor.
-Bien. Entonces, diremos que el haber cargado tanto tiempo al enfermo lo agotó hasta rendirlo de cansancio y de sueño. ¡No se le ocurra hablar de la piedra y de su mano!
-No, profesor. Gracias, profesor.
-Vuelva con su enfermo y sigamos…

Y ya reunidos, todos siguen adelante, adelante, bajando siempre, sin conocer ya las veredas que recorren pero con la tranquilidad del pleno día que vuelve la vida a los corazones, con el calor del sol que vivifica los cuerpos ateridos por el frío de la noche pasada, con la fe en Dios…

Con la fe en Dios, sí, pero sin la plena seguridad de volver.

martes, 9 de julio de 2013

Quinta parte



Domingo 18 de mayo de 1941. 6:00 a.m. Lo despierta el hambre. Pero no hay desayuno. Hace más de doce horas que las provisiones se agotaron. Reanudan la marcha, sin rumbo pero de bajada. Y bajar ya es un consuelo.  Caminan, caminan. Pasan las horas, y sobre las horas pasan diez siluetas encorvadas que bajan barrancas y suben lomas. 

Agustín es parte de la retaguardia. Lleva la pesada carga de su compañero enfermo. Sin embargo, camina despreocupado. Silba una melodía. El enfermo pregunta por el título de la melodía…

-Frenesí, creo. ¿La conoces?
-¡Claro que la conozco! Y así no va.
-¡Sí, cómo no! Escucha…

Un grito desgarrador interrumpe el silbido de Agustín.

¡Ayuda, ayuda! –se escucha entre el pinar- ¡El jefe se desbarrancó!

El mismo accidentado alza la voz desde el fondo de la barranca: ¡No pasada nada! Es una pequeña barranquilla. Ayúdenme a salir.

Así de férrea es y noble es nuestra disciplina –piensa Agustín, orgulloso de su Instituto Oriente-: el jefe va siempre a la cabeza, así que si hay un peligro, él es el primero en padecerlo. ¡Bendita sea la moral de los verdaderos católicos romanos –diría su padre-, de los verdaderos cristianos! Dan su vida por cumplir con el deber; ellos saben que tienen que devolvernos ilesos.

Vuelven a caminar. 

De pronto, después de un andar aletargado e inconsciente, Agustín experimenta un ligero cansancio. Hasta ahora siente en verdad el peso de su compañero enfermo. Le pide un descanso. El enfermo no responde, no tiene voluntad para hacerlo. Se sientan a la vereda del camino. Unos segundos, sólo unos segundos y continuamos. Agustín es vencido por el sopor. Un coyotito y seguimos.

Agustín dormita y piensa en el futuro. Dentro de cuatro meses viajará  la Ciudad de México, a visitar a su tío Carlos Aguilar Muñoz y a su primo Mario.

Ahora que vayas a México –le dijo Mario en su más reciente visita a Puebla-, te voy a llevar a la fiesta de quince años de una prima común.  Su papá es tío nuestro. Tío José es Aguilar por parte de su madre. La prima se llama María de la Luz.

-No sé si tengo ganas de conocer primas...

-¡Agustín, no seas aguafiestas! Es en Tacubaya. Son nuestras primas, las Tagle Osorio, son dos hermanas más o menos de nuestra edad. Su tío es el ingeniero José Luis Osorio Mondragón, toda una eminencia en los círculos universitarios. Está delicado de salud, pero le va a dar gusto conocernos, vas a ver.  Mi papá los quiere mucho. Vas a ver que nos la vamos a pasar muy bien.

-Bueno. Supongo que tendré que ir medio catrín.

-Pues tú dirás. María de la Luz cumple quince años.

-Mmm…

Y su murmullo se vuelve el murmullo de su sueño. Y el murmullo lo despierta.  Abre los ojos, levanta la cabeza, termina de despertar. Se alarma: mira hacia todas partes y no ve a nadie. ¡Ni siquiera a su compañero enfermo! ¿Y el grupo? ¿Dónde están todos? Se levanta, corre para acá, corre para allá, sube, baja, otea, llama a gritos. Pero el aire sopla en sentido contrario y se lleva sus palabras a ninguna parte.

¡Los ha perdido! ¡Ha perdido a los perdidos! Así que está más que perdido. ¡Y el enfermo también ha desaparecido! Lo invade el terror, lo sobrecoge dentro de la soledad del pinar. 

Y en medio de la agreste naturaleza, Agustín se hinca e implora la ayuda divina. 

Se levanta y vuelve a correr enloquecido, sin rumbo determinado. Tembloroso, extrae de su pantalón un trozo de papel y un lápiz. Quiere tomar alguna precaución. Si pierdo la razón –reflexiona-, no podré explicar a nadie lo que hago en estas inmensas soledades. Si me enfermo y deliro, ¿cómo pediré ayuda? Así que escribe con la mayor claridad posible:

Me llamo Agustín Aguilar Rodríguez, 
tengo 17 años y estoy perdido. 
Llamar por favor a Puebla, al 45-51.

lunes, 8 de julio de 2013

Cuarta parte


En medio de una soledad inmensa, comienzo a ascender por la vereda pendientísima que conduce a Las Cuevas. A cada paso que doy, se me sale el corazón. Viene a agravarse mi situación con una granizada que se desata en estos momentos; pero yo sigo adelante, adelante. Cada paso que doy es uno menos para acercarme a mi hijo perdido entre las nievas. Camino, camino… y me interno cada vez más en la imponente soledad del Ixtaccíhuatl. No conozco la vereda. ¡Ni un pastorcillo a quien preguntar, ni un pájaro! Solamente dos o tres animales vacunos y caballares, que me ven azorados. No conozco la vereda. ¡Y ahora se me desaparece de los pies! Llego a una región cenagosa, en que voy saltando de témpano en témpano. Comprendo que no puede ser ya ése el camino. Son las cinco y media. La noche me cogerá en estas soledades. Regreso unos pasos, veo otra vereda mejor, la tomo como mi nuevo camino. Voy buscando el rastro de los que me anteceden, es decir, los señores Lapuente, dos guías del lugar, el chauffer y el ayudante del camión que aún permanece estacionado en El Aserradero, en espera de los alpinistas perdidos. Ningún rastro puedo encontrar (tal vez la lluvia y la granizada los han hecho desaparecer). Sigo y sigo la vereda, que cada vez se hace más indecisa. La soledad es inmensa. Si yo supiera el camino verdadero, no me importaría: seguiría adelante. Y si, conociéndolo, la noche me sorprendiera, me acurrucaría al pie de un árbol o de una peña, y allí pasaría la noche, para, al día siguiente, seguir el camino de mi calvario. Pero no sé si éste es el camino verdadero. Mi cuerpo está solo, pero mi alma y mi espíritu están acompañados de Dios. Mi idea es encontrar a Agustín, mi hijo. Mi idea no es perderme y crear otra situación todavía más terrible para mi familia. Caigo entonces arrodillado sobre la tierra que piso, me persigno e imploro acongojado por lo gracia divina, pido luz a Dios Nuestro Señor y regreso mis pasos, pues comprendo que mi sacrificio por ese camino es inútil. Mi idea es encontrar a Agustín, mi hijo. Mi idea no es perderme, morirme tal vez y crear un problema más terrible a mi hogar. Regreso hasta encontrar la vereda clara. Subo por otro camino. Pero me topo, como siempre, con una enorme pared que la naturaleza hizo allí, como sostén de la inmensa mole del Ixtaccíhuatl. Imposible ascender por ese lugar, escalar allí ese inmenso muro, grandioso como todas las obras de Dios. Son ya las seis de la tarde. Cojo, definitivamente, el camino de bajada y vuelvo al Aserradero. Llego.  Hace cuatro horas y media que no he parado de andar. Me siento en una piedra. Miro desde mi cansancio. Ahí está el camión, que permanece estacionado desde el sábado 17, en que llegó con los excursionistas.  Me pongo a cavilar: ¿Qué hago? Ahora, mi obsesión es la inutilidad de mi sacrificio. Y mi cuerpo material ya no puede. ¡Si apareciera un pastorcillo! Podría llevármelo de guía. Pero la soledad es inmensa. Decido regresar a pie a Huejotzingo y buscar ahí un guía. ¡Pero son ya casi cinco horas de andar! Son las siete de la noche. Estoy solo en esta inmensa soledad.

De pronto, escucho un grito. Me animo. Pienso que ese grito es de los míos, de los que yo busco. Grito también. Después de unos minutos, veo bajar a cuatro personas...

Son el chauffer del camión, su ayudante y dos indígenas que les han servido de guías (subieron a Las Cuevas a las doce del día). Pocos minutos después, veo bajar a los señores Lapuente. Me levanto de mi asiento. Sin conocerlo, voy a recibirlos:

-¡Soy el papá de Agustín! ¿Qué noticias traen?
-Nada. No aparecen. Están perdidos en las inmensas extensiones de nieve.

Al poco rato, llegan otros de los buscadores de los perdidos: un español, empleado del señor Fernández, y un guía indígena. El español, hombre fuerte, había ascendido más que los otros señores y trae la noticia de haber encontrado rastros de que los excursionistas bajaron por el lugar de Las Cuevas…

¡Es decir, que habían bajado! ¡Es decir, que no estaban yertos e inertes en las nieves!

Pero no aparecen.

Nos llama la atención que siendo los excursionistas perdidos conocedores de los caminos, porque ya habían ascendido en dos o tres ocasiones más, y siendo ya veinticuatro horas las transcurridas desde que debieron haber bajado, no apareciesen…

Son ideas encontradas. Son conjeturas. Es la lucha de las tinieblas contra la luz de la esperanza y de la fe. No me falta la segunda, y la primera es una vela menguada que aún titila. Las ideas negras son relámpagos momentáneos que pasan. Pero siempre queda la fe. Ésta no pasa, permanece acá, muy adentro, en el fondo del alma.

Dejemos un momento al narrador de nuestra historia en El Aserradero. Podemos hacerlo porque don Ismael Aguilar Rodríguez ya no está solo sino acompañado por los señores Lapuente y seis personas más. Subamos nosotros y busquemos con la mirada de la imaginación a los extraviados. Para hacerlo, tendremos que hacer caminar el reloj hacia atrás.

(Lo transcrito en cursivas pertenece al mismo don Ismael, mientras que lo escrito en redondas pertenece al humilde y atrevido transcriptor.)

Sábado 17 de mayo de 1941
Diez excursionistas perdidos en el Ixtaccíhuatl


El sábado, al mediodía, los  diez excursionistas han hollado ya las nieves del pecho de la Mujer Blanca.  Durante más de una hora, el grupo disfruta merecidamente de su gloria alcanzada y del albino espectáculo que les ofrece en esas alturas la divina creación. Ya satisfechos, miran entonces sus relojes: la una y media de la tarde.  Uno de los seminaristas alza la voz:

-¡Es hora de regresar, muchachos! Debemos llegar a Las Cuevas y al Aserradero antes de que caiga la noche. El camión nos espera allá, para partir a las 7 y estar en Puebla a las diez.

Bajan alegres, entre cantos y bromas. El blanco paisaje y el aire fresco nutren su ánimo y su promesa de volver pronto, para pasearse por esa criatura mineral que de lejos da la hermosa apariencia de una mujer dormida. De pronto, sin embargo, un incidente los detiene…

-¡Profesor, profesor, un compañero se ha indispuesto!
-¿Qué pasa, qué tiene?
-Le falta aire, no puede respirar.
-Calma. En un momento se le pasa. Necesitamos ayuda de los más fuertes y completos. ¡A ver, Agustín, tú! Elige a un compañero y encárguense ambos del enfermo.
-Sí, profesor.

A sus 17 años de edad, Agustín es un joven alpinista que disfraza con su delgadez la fortaleza de sus músculos y la energía de todo su cuerpo. Busca entre los compañeros un organismo semejante y lo invita a cargar al enfermo.

Agustín y su asistente colocan los brazos del achacoso en sus hombros y lo llevan a rastras, pues sus piernas no responden.

En estas circunstancias, la caminata se hace muy lenta.  El grupo es indisoluble, dada la disciplina material y moral en la que los jóvenes del Instituto Oriente han sido formados. Hay que ser pacientes con los pasos cada vez más difíciles del joven de corazón endeble. Pero la espera trae consigo una funesta consecuencia: la noche comienza a envolverlos. Las neblinas se hacen más negras (son una segunda noche sobre la misma noche). El buen ánimo es amenazado por la serpiente del pavor. Y la serpiente repta entre los agotados pies de los excursionistas. Tienen miedo hasta de sus mismos pasos. La noche se adensa y reduce el campo visual del grupo, a tal grado que en cierto momento nadie se da cuenta que pasan a un lado de Las Cuevas. ¡No las ven! Siguen las veredas en medio de la noche negra.

El camarada de Agustín se rinde, no puede seguir ayudando para llevar al enfermo.  El hijo de don Ismael, en cambio, no desfallece, ni ante la duda de su profesor. Sonríe, alegre de haber recibido tan digna encomienda.

-¡Yo puedo solo, profesor! No se preocupe. Sigamos.

Salen por fin de las nieves perpetuas y de las llanuras arenosas y estériles. Entran a donde la vegetación renace, primero rudimentaria, rala, luego ya más herbácea y de pequeños arbustos, hasta por fin plenamente arbórea de pinos que aroman y cantan, elevándose al cielo. Sin embargo, en medio de la noche, cada pino parece un enorme fantasma que se abalanza sobre los rendidos caminantes, cansados, hambrientos, acongojados (piensan en la pena que sus madres estarán pasando a estas horas).

-¡Alto, señores! Ya son las diez de la noche. Es imposible seguir adelante.

La noche y el cansancio han triunfado. Allí, en el fondo de una barranquilla, caen rendidos los alpinistas.

-Vamos a encender una fogata.

Pero los soldados yacen casi exánimes. Nadie acude al llamado del profesor. Sus miembros no responden a la orden de los centros nerviosos gobernados por el cerebro y éste por la voluntad. Así que el mismo profesor y un soldado más animoso toman en sus manos la tarea de hacer fuego. Logran, con la ayuda de un pañuelo mojado en alcohol, encender algunas varillas de leña. Brota la fogata, que consuela por fin los miembros ateridos de frío de los cansados alpinistas.

Entre fragmentos de sueño y pedazos de insomnio, pasan allí la noche. Mientras, en esas mismas horas, en Puebla, sus madres velan con la esperanza de escuchar el aldabonazo en la puerta de sus zaguanes.

sábado, 6 de julio de 2013

Tercera parte



Pasaban rápidamente estos relámpagos locos por mi imaginación y mi boca dejaba silenciosamente decir una palabra, una oración cristiana, y yo seguía ese camino desconocido para mí, solitario con mis pensamientos, la cabeza, sosteniendo debajo de mi manga de hule mi abrigo y mi pequeño bastimento.

La lluvia seguía, pertinaz.

Encontré en mi camino (en mi calvario) a dos pastorcillos. Les pregunté si había un coche por estos rumbos, pues sabía yo que un señor, también padre de excursionistas perdidos, había subido con su coche y estaba en El Aserradero. Me contestaron que sí. Pero yo seguía andando y andando y no llegaba al sitio deseado de ese coche, para inquirir allí nuevas noticias.

Mi materia ya no podía, mi espíritu la empujaba. Algunas veces pensaba: Si a algún salvaje de los que suelen vivir por estas soledades se le antoja matarme, pues qué le vamos a hacer, así Dios lo dispone. Solamente había desayunado, en mi casa. Eran las tres de la tarde y yo sentía que el estómago pedía algo. Vi que mi bastimento era escasísimo. Tenía yo que guardar para los perdidos, para los yertos tirados en la nieve, que no habían comido durante veinticuatro horas. Tenía yo que guardar mis cuatro trocitos de azúcar y dos chocolates, y entonces solamente le quité a uno de los trozos de azúcar una diminuta parte y en el camino me incliné un rato a beber tres tragos de agua que corría por un pequeño caño. Y seguí adelante.

Eran las cuatro de la tarde cuando avisté el coche y un señor, padre de uno de los perdidos, el señor Fernández, que estaba solitario en El Aserradero. Me vio llegar (no nos conocíamos) y de soslayo me dirigió una mirada inquieta. Creo que yo debí de haber llevado aspecto de facineroso, con mi sombrero todo mojado, mi manga de hule, mis polainas, mi cara de abatido, cansado, acongojado y hambriento. Llegué cerca de él, para preguntar…

-¿Qué dicen los periódicos? Yo soy papá de uno de ellos.
-Y yo también. ¡Qué barbaridad!
-Señor Fernández –en el camino, cuando encontramos el coche que regresaba, ya me habían dicho el nombre del señor-, yo me sigo adelante, aunque no conozco el camino; pero ya iré viendo cómo lo encuentro.

Estábamos al pie de una de las inmensas estribaciones del Ixtaccíhuatl. Enfrente, se veía una pared inmensamente alta, que habría que ascender para llegar a Las Cuevas, lugar en donde pensaba pernoctar. Uniéndome allí a dos personas que me llevaban como tres o cuatro horas de adelanto. Esas dos personas eran el padre Lapuente y el señor Lapuente, tío del padre, tío de uno de los excursionistas perdidos y padre de uno de los jóvenes que no quisieron subir hasta las nieves y que por esta circunstancia se salvaron de andar perdidos. Antes de partir, ya en mi nueva etapa peligrosa y, más que otra cosa, dudosa, pues yo solo, sin conocer las veredas, me iba a internar en las imponentes estribaciones del volcán, me dijo el señor Fernández:

-Yo me voy porque no puedo subir. Me asfixiaría. Volveré esta noche. O mañana temprano, mejor.
-Sería bueno llevar unas reatas.
-Aquí traigo unas…

Y sacó dos, que me colgué de la cintura, metiéndolas en el cinturón. Era aumentar el peso, que ya no podía ni soportar mis propias carnes y huesos.


Eran las cuatro y media de la tarde. Allí, en esa soledad inmensa e imponente. El señor Fernández partió en su coche (la voluntad y el amor del padre hicieron que el motor funcionarse milagrosamente para ascender hasta el lugar en el que nos encontrábamos, a donde otros coches no pudieron llegar). Partió hacia Puebla, a llevar las últimas y terribles noticias: 

¡Perdidos en la nieve 24 horas! Yertos ya, probablemente. ¡Es tan traicionera la nieve de los volcanes! Algún alud, algún ventisquero, alguna grieta se habría tragado a los diez alpinistas perdidos. 

viernes, 5 de julio de 2013

Segunda parte

Ismael Rodríguez Muñoz

Eran las once y media de la mañana. Pasé por el Instituto a tomar las últimas noticias. No había ninguna nueva. Me dijeron: Acaban de salir para Huejotzingo dos de los profesores del Instituto, a organizar una brigada alpinista que vaya a buscar a los perdidos.

Está bien –dije-, voy a alcanzarlos para unirme a ellos y coadyuvar.

A las doce estaba yo en Huejotzingo. Me hice presente a los señores profesores, a quienes de vista conocía, y les hice saber que era yo el papá de Agustín. Despaché el coche en que vine e, invitado, subí al carro de los padres, quienes en pocos minutos ya habíanse provisto de combustible. Yo me apresuré a comprar un bote, para llevar agua para el motor del coche, pues (sabía) que el camino iba a ser penoso y (que cuando) los motores se calientan demasiado los coches no pueden ascender las pendientes fuertes.

A la una de la tarde de ese domingo 18, arrancó el coche rumbo al Aserradero, llevándonos a los dos padres y a mí. Íbamos en el camino conjeturando prudentemente lo que podría haberles pasado a los alpinistas. Otras veces, hablábamos de la belleza (y) de lo agreste de los lugares. Otras veces, callábamos y cada quien meditaba, sin duda, en la suerte de los excursionistas.

A medio camino, el coche comenzó a fallar. Mi ansiedad por llegar al término de mi viaje crecía con esas fallas. Seguimos el camino. Y serían las dos de la tarde cuando encontramos un coche que venía de regreso, trayendo a varios muchachos, no de los perdidos sino de los que se habían quedado en Las Cuevas. Al ver que sus compañeros no aparecían, regresaban a dar aviso de los últimos sucesos.

Venía también, con los muchachos, una señora, madre de uno de los excursionistas que se habían salvado al no haber querido ascender con los alpinistas fuertes, pero tía de uno de los perdidos. Antes de estar un coche junto al otro, la señora extendió su mano haciéndonos señas de que… ¡nada!

Yo estaba ya inconsciente, a mí ya no me hacían mella las malas noticias. Yo sólo quería avanzar, ascender y ascender.

Bajamos de los coches, todos, para cambiar impresiones. Yo, desde luego, hice saber a los padres que me acompañaban, que mis intenciones eran seguir adelante hasta encontrar a Agustín. Los padres, conocedores del corazón del hombre, callaron discretamente; sólo me dirigieron una mirada penetrante, acerada y comprensiva. En cambio, los muchachos que venían de regreso y la señora, luego luego me dijeron:

-¡No vaya usted, es inútil! ¡Va usted a coger una pulmonía! ¡Se va usted a mojar!

La lluvia estaba amenazante.

Yo no traigo más que una idea –respondí-: encontrar a Agustín.

Procuré cuanto antes poner en acción mi idea, y como el coche en que veníamos ya tenía su motor muy caliente y ya no podía subir, le dije al profesor señor Navarro:

-Señor, yo me voy. Si ustedes pueden alcanzarme en el coche, bien; pero yo creo que ese coche ya no sube.

Eran las dos y diez minutos de la tarde, la lluvia comenzaba a caer. Me puse mi manga de hule y, dejando al grupo de los padres, los muchachos y la señora en sus dos coches, yo comencé mi calvario.

La lluvia estaba ya en su apogeo. A un indígena que estaba cerca le dije (que) si quería servirme de guía. Yo nunca había ido por esos lugares. El indígena no quiso, pero sí se fue conmigo un rato, pues ése era su camino. El agua arreciaba. El indígena, guareciéndose en un árbol, me invitó a hacer lo mismo. Yo no acepté, pues comprendí que los minutos eran oro en esas circunstancias. Cada paso que daba yo, solo y mi alma, en esos montes inmensos, en esa soledades imponentes con que la naturaleza sobrecoge el corazón del hombre, cada paso que daba yo, balbucía mi lengua en una oración. Ya era un Padre Nuestro, ya era un Ave María, ya un Salve… Todo lo que mi madre me enseñó de chico. Ya seguía, ora aprisa, ora despacio. Yo comprendí que cada paso que daba era uno menos para llegar hasta mi hijo, a quien la imaginación, ya hirviente, ora me lo hacía aparecer en un rincón del camino, como saliendo perdido de la maleza, ora me lo imaginaba yo tendido sobre las llanuras de nieve, yerto. Entonces me acordé de que no llevaba ni una navajita, para abrirme una vena y darle al moribundo aunque sea mi sangre a beber, para que se recobrara. Me detuve a inspeccionar mi morral y no llevaba yo una botella de limonada que, pensaba, me habrían puesto mis familiares…


Al no llevar esa navajita, pensé que con las uñas me rompería la carne hasta que brotara sangre, o me rasparía el brazo fuertemente contra la corteza de un pino.

jueves, 4 de julio de 2013

Primera parte


Narración de los hechos ocurridos en la familia Aguilar Rodríguez
con motivo de una excursión al Ixtaccíhuatl hecha por los alumnos
del Instituto Oriente el día 17 de mayo de 1941

Ismael Aguilar Muñoz 
19 de mayo de 1941


Primera parte

El Instituto Oriente, como es su costumbre para atraer a sus alumnos a cosas buenas y separarlos así de las diversiones perversas que se estilan en la ciudad, organizó una excursión al Ixtaccíhuatl, compuesta de veinticinco muchachos y dos profesores, futuros sacerdotes jesuitas. 

El programa de tiempo de la excursión:

1. Pernoctar el viernes 16 de mayo de 1941 en la escuela.
2. Salir en un camión a Huejotzingo a las dos de la mañana. 
3. De aquí, seguir al punto denominado “El Aserradero”, para llegar a él a las cinco de la mañana, hora en que se comenzaría a ascender al punto llamado “Las Cuevas”, a donde llegarían a las ocho de la mañana, o sean tres horas después de haber dejado “El Aserradero”. 
4. En “Las Cuevas” se quedarían los muchachos que no tuvieran fuerzas para subir hasta el pecho de la “Mujer Blanca”. Los que se sintieran con fuerzas serían encabezados por uno de los profesores para llegar hasta esa cúspide del volcán. El otro profesor se quedaría con los muchachos débiles.

Los alpinistas fuertes, en su ascenso, tendrían que pasar por los siguientes puntos: Torre de San Agustín, El Pedregal, Las Rodillas (de la Mujer Blanca), el Espinazo, Llanuras de Nieve y, por último, “El Pecho de la Mujer Blanca”. Aquí deberían llegar a mediodía, para descender de nuevo y estar abajo, para reunirse con sus compañeros, en “El Aserradero” a las seis de la tarde y tomar allí el camión que los esperaría, para arribar a Puebla a las diez de la noche del mismo sábado 17.

Era un programa bien estudiado y viable, un poco fuerte, pues en un solo día debía hacerse el ascenso y el descenso; pero los muchachos y el profesor son expertos ya en el alpinismo y habían ido al mismo lugar ya dos veces.

Éste fue el programa; otros fueron los hechos y los resultados, como se verá enseguida.

Todas las mamás de los excursionistas estuvieron pendientes en sus hogares a las diez de la noche de ese sábado 17, para recibirlos. Les tenían preparada su cena: pan, café con leche, etc. Pero dieron las once y no llegaban. Y sonaron las tétricas doce de la noche y comenzó a correr el primer minuto del día 18, domingo de mayo. Sonaron la una, las dos, las tres… y las seis de la mañana y las madres de los alpinistas habían pasado toda la noche en vela, esperando a sus hijos.

Al despertar en la madrugada del domingo, el que esto escribe, padre del joven alpinista Agustín Aguilar Rodríguez, preguntó que si (su hijo) había llegado. Contestación: ¡No! Allá, en sueños, tuvo la impresión de que había llegado a su casa el joven Agustín, pero la realidad era muy distinta.

Nos fuimos a misa y despaché un asunto urgente profesional. Eran las nueve de la mañana de ese domingo aciago del 18 de mayo de 1941 y no había noticias de los alpinistas. Todos sabemos lo traicioneras que son las nieves de los volcanes: hanse tragado ya muchos seres humanos que se han atrevido a hollarlas. Comenzaba nuestra imaginación a torturarse. Confieso que tuve un momento en que la imaginación se me escapó de la fe y de la razón y comencé a redactar la esquela de defunción de mi hijo, tragado ya en alguna grieta del fatídico Ixtaccíhuatl. Apenas me di cuenta de tan negro pensamiento, se sobrepuso la razón y lo estrujó hasta dejarlo sin vida. Volvió la fe a imponerse y di órdenes a mi esposa (de) que, mientras yo terminaba un asunto urgente, ella, sin dilación de ninguna clase, comenzase a tomar datos de quien más supiese. Mi esposa acudió inmediatamente a los padres de la Compañía: ninguna noticia se obtuvo. Eran las nueve de la mañana de ese domingo 18. Entonces, habló al Instituto por teléfono: ninguna noticia. Se le dijo que tuviese calma, que ya llegarían los excursionistas. ¡Eran ya las once de la mañana y los alpinistas debían haber regresado a sus casas doce horas antes! Es decir, ya era mediodía, que, en estos casos, es una eternidad de tiempo.

¡Las nieves de los volcanes son muy traicioneras!

La razón y la fe luchaban contra la imaginación. Ésta era negra, oscura como un abismo. Eran las once de la mañana, digo, y suena el timbre del teléfono, que toma mi esposa…

-¿Con quién hablo?, preguntaron.
-Con la señora Aguilar.
-¿No está el ingeniero Aguilar?
-Sí. ¿Con quién hablo?
-Con un amigo del ingeniero, y con él es con quien quiero hablar.

Tomé entonces el teléfono, y me dicen del Instituto:

-Señor Aguilar, no quisimos decirle a su señora, pero la verdadera situación en este momento es la siguiente: han regresado ya unos cuantos muchachos del grupo de excursionistas que no quiso ascender hasta el Pecho Blanco del volcán; pero hay otro grupo de nueve jóvenes, con un profesor a la cabeza, que no aparecen; y en este grupo perdido… está su hijo de usted.

Muy bien –contesté-. Gracias. Voy a ver qué providencias tomo.

Mi esposa estaba junto a mí y se daba cuenta de la terrible noticia que vino a matar la alegría que por un momento cundió entre tantas madres acongojadas, pues al llegar esos cuantos muchachos de regreso, inmediatamente sonaron los teléfonos avisando: ¡Ya llegaron!
Yo también recibí esta noticia, y le di gracias a Dios; pero al rato fue cuando por teléfono recibí los datos ciertos que ya dejo apuntados, es decir, que un grupo de nueve muchachos, con su profesor a la cabeza, estaban perdidos en el fatídico volcán.


Las providencias que tomé fueron: vestirme en traje de excursión, con mis polainas; pedir mi abrigo y mi manga de hule; mandar comprar un minúsculo bastimento (cuatro terrones de azúcar, dos chocolates y dos trocitos de queso). Busqué una linterna eléctrica: no estaba al corriente. Mandé entonces comprar unos cerillos y una vela. Pedí un coche de sitio, me despedí de mi familia y fui a cumplir con mi obligación de padre: buscar a mi hijo, vivo o muerto.

Continuará.