Llámenme Ismael.
Aquí estoy, aquí sigo, en El Aserradero,
solitario y triste, cavilando, extenuado y yerto de cansancio material, y más
que eso, de abatimiento, porque estoy aquí, yo, inútil e inerme para ir a
salvar a mi hijo y a sus compañeros.
Nos distrae un pequeño incidente: al
español le ha venido el mal de montaña y ha tenido que acostarse en el
suelo. Y es esto, la evidencia de
nuestra fatiga, lo que nos hace tomar una decisión: regresar en el camión, para
llegar a Huejotzingo y adquirir las últimas noticias que se tengan en Puebla.
Siento un profundo dolor en el alma. Veo
que todo mi sacrificio (la caminata durante cuatro horas y media bajo la lluvia
y la granizada, mi soledad durante esa caminata, el hambre, el cansancio
aumentado por la carga de la pena moral) parece inútil. Tal vez, en estos
precisos momentos, todavía se debaten
los muchachos, se arrastran sobre las heladas cumbres del Ixtaccíhuatl, en
busca de un ligero destello de vida, los moribundos alpinistas, traicionados por
las nieves del volcán.
¡Pero si en estos momentos puedo llegar
hasta esas nieves, tal vez sea aún
tiempo de regresarlos con vida!
No. Estoy aquí, inútil e inerme para
devolverle la existencia a mi hijo.
Miro de soslayo el bulto que lleva consigo
el sacerdote que nos acompaña: trae el Viático, trae lo necesario para dar la
extremaunción. Nos desanimamos entre nosotros mismos, cada uno piensa en lo más
negro, en que los alpinistas están ahora muriendo, tragados por una grieta o
cogidos por un alud de nieve. ¡Son ya veinticuatro horas las que han pasado del
plazo en que deberían haber descendido sanos y salvos! Todos, en un secreto
convenio de resignación cristiana, fingimos ánimo, cuando en realidad balbuceamos
desde el fondo de nuestros corazones: las traicioneras nieves del volcán se los
han tragado; sí, se los han tragado.
Deben estar yertos –dice el señor
Fernández, sin dirigirse a nadie en particular-, tiesos y tendidos sin vida,
entre las nieves. ¿Qué le digo a la madre de mi hijo, qué le digo? ¡Qué
barbaridad!
No miro al señor Fernández. Cubro mi
rostro con ambas manos, para esconder el dolor y el cansancio. Me descubro,
levanto la mirada y hablo con el cielo:
-¡Volverán, volverán!
Ya vamos en el camión, camino a
Huejotzingo. En sentido contrario, un
coche nos lanza la luz de sus faros para que nos detengamos. Frenamos. Nos
asomamos a las ventanas:
-Íbamos por ustedes. Les traemos
gasolina, por si hace falta. ¿Qué saben?
-¡Nada! No aparecen. ¿Y allá?
-Las nieves de los volcanes son muy
traicioneras.
Coche y camión regresan juntos a
Huejotzingo. Son las siete y media. Aparece otro coche en sentido contrario.
¡Seguro vienen a darnos la hermosa nueva de que los alpinistas han regresado a
Puebla!
No. Las voces son las mismas, el mensaje
es el mismo: nada, no aparecen, no han regresado, siguen perdidos.
Yo veo esto muy mal –dice el español del
vértigo-. Yo subí hasta lo más alto, delante de Las Cuevas, y vi huellas de
personas. Eso me consoló, porque la posición de las huellas indicaba que no se
quedaron en las nieves sino que caminaron hacia abajo.
Entonces –advierte otro-, se perdieron en
alguna de tantas barrancas…
No necesariamente –digo yo-. Tal vez, por
la desorientación que sufrieron, saldrán por el Estado de México, por Morelos o
por San Martín Texmelucan, extenuados, hambrientos, harapientos…
Si es que lograron bajar –señala el
español-, porque pudieron haber sido atacados por animales o por delincuentes.
El señor Lapuente echa más leña al fuego
de los lamentos: Sí, sí. Los largos años de revolución desataron las más bajas
pasiones de los hombres.
Pero las huellas –insiste el español-,
las huellas que vi son un buen indicio…
No, estimado amigo –corta la voz de un
Lapuente-, las huellas que usted vio pertenecen a los alpinistas que no
ascendieron hasta el pecho de la Mujer Blanca. Durante la tarde de ayer, habían
estado esperando a sus compañeros, pero se avecinaba la noche y se vieron
obligados a descender al Aserradero.
¡Huejotzingo, por fin! Son las ocho y media
de la noche. Bajamos de los coches. Somos alrededor de quince hombres
(sacerdotes, profesores, padres de alpinistas y amigos), y todos apuramos el
paso para entrar a la casilla telefónica del lugar. Nuestras voces son un
parloteo de peticiones, que la operadora atiende abrumada:
-¡Larga distancia, por favor!
-¡Comuníqueme usted con el 40-57!
-¡El 30-25, el 48-07!
Fijo mi mirada en los ojos de la
operadora, para aislarla de las demás voces:
-Señorita, póngame con el 45-51, por
favor, es urgente.
-¿No han llegado?
La respuesta a nuestras llamadas es, en
todos los casos, un no rotundo dicho con voz entrecortada por el sufrimiento.
¡Reunamos ahora mismo a veinte hombres! –digo
a gritos-. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nosotros estamos
acabados, no soportaríamos un nuevo ascenso. Veinte hombres que se encuentren
frescos. Que vayan al Aserradero y que suban a buscar, mientras nosotros
recuperamos las fuerzas. Hay que llevar reatas. Es posible que los muchachos
hayan caído por una grieta...
Me interrumpe un hombre amable: Señor, yo
conozco muy bien una parte del volcán, por otro rumbo de las estribaciones.
Puedo explorar esa parte.
Sí, muchas gracias, amigo –respondo-,
pero vaya con alguien, no vaya solo. Ya hace horas que también nos comunicamos
con el Instituto Oriente. Quedaron de mandar a un grupo de alpinistas que se
internarán desde Amecameca en busca de nuestros hijos. ¡Y tengo otra noticia,
señores! En Puebla hay un militar que nos ofrece un avión para volar mañana
lunes sobre el Ixtaccíhuatl.
Con tales instrucciones y acuerdos, nos
despedimos y nos preparamos para salir hacia Puebla, a ver a nuestras familias, a proveernos de
equipo de alpinistas y comestibles propios para esas ascensiones. Tenemos la
idea fija de descansar debidamente para regresar el lunes y continuar la
búsqueda al despuntar la aurora.
Veo la angustia en los rostros y en las
miradas, y entiendo que son el espejo de mi propio semblante. Son las nueve de
la noche. Siento la atmósfera muy cargada, parece que algo va a explotar desde
el fondo de nosotros mismos. No sé que es, porque el llanto ya fue. No sé.
Hasta ahora, hemos conservado la unidad; pero la tensión está llegando a su
límite. Algo va a romperse. Lo presiento.
El señor Fernández nos pide que, antes de
partir a Puebla, lo dejemos llamar otra vez a su casa. Quiere preguntar de
nuevo (todos queremos preguntar de nuevo, cada minuto, cada segundo). Llama,
entonces, y pregunta a Puebla si algo se sabe...
Todos los presentes, como
tocados por una corriente eléctrica, callamos, aguzamos el oído, estiramos el
cuello. Miramos el rostro del señor Fernández, quien retira de su oreja el
auricular, lo coloca en su hombro, observa la solemnidad de nuestra angustia y
nuestro dolor… y arranca en un llanto que lo ahoga, pero tiene la fuerza para
decirnos claramente:
-¡Volvieron, volvieron! ¡Ya llegaron!
¡Todos, ilesos, ilesos, ilesos!
Brota de nuestras gargantas el más
intenso grito de alegría. Todo el peso que doblegaba hasta hace unos segundos
nuestro espíritu rueda vertiginosamente hacia ninguna parte. Nos sentimos
ligeros, sentimos la vida, la vida nueva. Estuvimos muertos durante más de
veniticuatro horas, enterrados en nuestra propia angustia, bajo la tierra de
nuestro dolor. ¡Pero hemos resucitado! Nos abrazamos. Se encienden los rostros,
brillan como soles nuestras pupilas. Y yo tengo un arrebato pueril: sugiero al
grupo correr a la tienda vecina a tomar una vivificante copa de cognac.
Llego a Puebla. Llego a casa. Las luces
están encendidas. Me acerco. La puerta principal se abre. Una inmensa cascada
de luz me golpea de frente. Y en medio de tanta luz, veo por fin la silueta de
mi hijo Agustín. Lo abrazo como abrazamos en la familia, casi hasta el ahogo.
Lo abrazo y lloro. No escucho la voz de Agustín. Sólo siento en mis mejillas la
dulce humedad de sus lágrimas. Nos hemos contagiado de tanto tiempo presente. No existe pasado ni futuro, sólo el presente como epílogo de un pequeño incidente acaecido en la vida de los Aguilar Rodríguez.