En medio de una soledad inmensa, comienzo a ascender por la vereda pendientísima que conduce a Las Cuevas. A cada paso que doy, se me sale el corazón. Viene a agravarse mi situación con una granizada que se desata en estos momentos; pero yo sigo adelante, adelante. Cada paso que doy es uno menos para acercarme a mi hijo perdido entre las nievas. Camino, camino… y me interno cada vez más en la imponente soledad del Ixtaccíhuatl. No conozco la vereda. ¡Ni un pastorcillo a quien preguntar, ni un pájaro! Solamente dos o tres animales vacunos y caballares, que me ven azorados. No conozco la vereda. ¡Y ahora se me desaparece de los pies! Llego a una región cenagosa, en que voy saltando de témpano en témpano. Comprendo que no puede ser ya ése el camino. Son las cinco y media. La noche me cogerá en estas soledades. Regreso unos pasos, veo otra vereda mejor, la tomo como mi nuevo camino. Voy buscando el rastro de los que me anteceden, es decir, los señores Lapuente, dos guías del lugar, el chauffer y el ayudante del camión que aún permanece estacionado en El Aserradero, en espera de los alpinistas perdidos. Ningún rastro puedo encontrar (tal vez la lluvia y la granizada los han hecho desaparecer). Sigo y sigo la vereda, que cada vez se hace más indecisa. La soledad es inmensa. Si yo supiera el camino verdadero, no me importaría: seguiría adelante. Y si, conociéndolo, la noche me sorprendiera, me acurrucaría al pie de un árbol o de una peña, y allí pasaría la noche, para, al día siguiente, seguir el camino de mi calvario. Pero no sé si éste es el camino verdadero. Mi cuerpo está solo, pero mi alma y mi espíritu están acompañados de Dios. Mi idea es encontrar a Agustín, mi hijo. Mi idea no es perderme y crear otra situación todavía más terrible para mi familia. Caigo entonces arrodillado sobre la tierra que piso, me persigno e imploro acongojado por lo gracia divina, pido luz a Dios Nuestro Señor y regreso mis pasos, pues comprendo que mi sacrificio por ese camino es inútil. Mi idea es encontrar a Agustín, mi hijo. Mi idea no es perderme, morirme tal vez y crear un problema más terrible a mi hogar. Regreso hasta encontrar la vereda clara. Subo por otro camino. Pero me topo, como siempre, con una enorme pared que la naturaleza hizo allí, como sostén de la inmensa mole del Ixtaccíhuatl. Imposible ascender por ese lugar, escalar allí ese inmenso muro, grandioso como todas las obras de Dios. Son ya las seis de la tarde. Cojo, definitivamente, el camino de bajada y vuelvo al Aserradero. Llego. Hace cuatro horas y media que no he parado de andar. Me siento en una piedra. Miro desde mi cansancio. Ahí está el camión, que permanece estacionado desde el sábado 17, en que llegó con los excursionistas. Me pongo a cavilar: ¿Qué hago? Ahora, mi obsesión es la inutilidad de mi sacrificio. Y mi cuerpo material ya no puede. ¡Si apareciera un pastorcillo! Podría llevármelo de guía. Pero la soledad es inmensa. Decido regresar a pie a Huejotzingo y buscar ahí un guía. ¡Pero son ya casi cinco horas de andar! Son las siete de la noche. Estoy solo en esta inmensa soledad.
De pronto, escucho un grito. Me animo.
Pienso que ese grito es de los míos, de los que yo busco. Grito también. Después de unos minutos, veo bajar a
cuatro personas...
Son el chauffer del camión, su ayudante y
dos indígenas que les han servido de guías (subieron a Las Cuevas a las doce
del día). Pocos minutos después, veo bajar a los señores Lapuente. Me levanto
de mi asiento. Sin conocerlo, voy a recibirlos:
-¡Soy
el papá de Agustín! ¿Qué noticias traen?
-Nada.
No aparecen. Están perdidos en las inmensas extensiones de nieve.
Al poco rato, llegan otros de los
buscadores de los perdidos: un español, empleado del señor Fernández, y un guía
indígena. El español, hombre fuerte, había ascendido más que los otros señores
y trae la noticia de haber encontrado rastros de que los excursionistas bajaron
por el lugar de Las Cuevas…
¡Es decir, que habían bajado! ¡Es decir,
que no estaban yertos e inertes en las nieves!
Pero no aparecen.
Nos llama la atención que siendo los
excursionistas perdidos conocedores de los caminos, porque ya habían ascendido
en dos o tres ocasiones más, y siendo ya veinticuatro horas las transcurridas
desde que debieron haber bajado, no apareciesen…
Son ideas encontradas. Son conjeturas. Es
la lucha de las tinieblas contra la luz de la esperanza y de la fe. No me falta
la segunda, y la primera es una vela menguada que aún titila. Las ideas negras
son relámpagos momentáneos que pasan. Pero siempre queda la fe. Ésta no pasa, permanece acá, muy adentro, en el fondo del alma.
Dejemos un momento al narrador de nuestra
historia en El Aserradero. Podemos hacerlo porque don Ismael Aguilar Rodríguez ya no está solo sino acompañado por los señores Lapuente y seis personas más. Subamos
nosotros y busquemos con la mirada de la imaginación a los extraviados. Para
hacerlo, tendremos que hacer caminar el reloj hacia atrás.
(Lo transcrito en cursivas pertenece al
mismo don Ismael, mientras que lo escrito en redondas pertenece al humilde y
atrevido transcriptor.)
Sábado 17 de mayo de 1941
Diez excursionistas perdidos en el Ixtaccíhuatl
El
sábado, al mediodía, los diez excursionistas
han hollado ya las nieves del pecho de la Mujer Blanca. Durante más de una hora,
el grupo disfruta merecidamente de su gloria alcanzada y del albino espectáculo
que les ofrece en esas alturas la divina creación. Ya satisfechos, miran
entonces sus relojes: la una y media de la tarde. Uno de los seminaristas alza la voz:
-¡Es hora de regresar, muchachos! Debemos
llegar a Las Cuevas y al Aserradero antes de que caiga la noche. El camión nos
espera allá, para partir a las 7 y estar en Puebla a las diez.
Bajan alegres, entre cantos y bromas. El blanco
paisaje y el aire fresco nutren su ánimo y su promesa de volver pronto, para
pasearse por esa criatura mineral que de lejos da la hermosa apariencia de una
mujer dormida. De pronto, sin embargo, un incidente los detiene…
-¡Profesor, profesor, un compañero se ha
indispuesto!
-¿Qué pasa, qué tiene?
-Le falta aire, no puede respirar.
-Calma. En un momento se le pasa. Necesitamos
ayuda de los más fuertes y completos. ¡A ver, Agustín, tú! Elige a un compañero
y encárguense ambos del enfermo.
-Sí, profesor.
A sus 17 años de edad, Agustín es un
joven alpinista que disfraza con su delgadez la fortaleza de sus músculos y la
energía de todo su cuerpo. Busca entre los compañeros un organismo semejante y
lo invita a cargar al enfermo.
Agustín y su asistente colocan los brazos
del achacoso en sus hombros y lo llevan a rastras, pues sus piernas no
responden.
En
estas circunstancias, la caminata se hace muy lenta. El grupo es indisoluble, dada la disciplina
material y moral en la que los jóvenes del Instituto Oriente han sido formados.
Hay que ser pacientes con los pasos cada vez más difíciles del joven de corazón endeble. Pero la
espera trae consigo una funesta consecuencia: la noche comienza a envolverlos.
Las neblinas se hacen más negras (son una segunda noche sobre la misma noche). El buen ánimo es amenazado por la serpiente del pavor. Y la
serpiente repta entre los agotados pies de los excursionistas. Tienen miedo hasta de sus mismos pasos.
La noche se adensa y reduce el campo visual del grupo, a tal grado que en
cierto momento nadie se da cuenta que pasan a un lado de Las Cuevas. ¡No las
ven! Siguen las veredas en medio de la noche negra.
El camarada de Agustín se rinde, no puede
seguir ayudando para llevar al enfermo.
El hijo de don Ismael, en cambio, no desfallece, ni ante la duda de su
profesor. Sonríe, alegre de haber recibido tan digna encomienda.
-¡Yo puedo solo, profesor! No se preocupe.
Sigamos.
Salen
por fin de las nieves perpetuas y de las llanuras arenosas y estériles. Entran
a donde la vegetación renace, primero rudimentaria, rala, luego ya más herbácea
y de pequeños arbustos, hasta por fin plenamente arbórea de pinos que aroman y
cantan, elevándose al cielo. Sin embargo, en medio de la noche, cada pino
parece un enorme fantasma que se abalanza sobre los rendidos caminantes, cansados,
hambrientos, acongojados (piensan en la pena que sus madres estarán pasando a
estas horas).
-¡Alto, señores! Ya son las diez de la
noche. Es imposible seguir adelante.
La
noche y el cansancio han triunfado. Allí, en el fondo de una barranquilla, caen
rendidos los alpinistas.
-Vamos a encender una fogata.
Pero
los soldados yacen casi exánimes. Nadie acude al llamado del profesor. Sus
miembros no responden a la orden de los centros nerviosos gobernados por el
cerebro y éste por la voluntad. Así que el mismo
profesor y un soldado más animoso toman en sus manos la tarea de hacer fuego. Logran, con la ayuda de un pañuelo mojado en
alcohol, encender algunas varillas de leña. Brota la fogata, que consuela por fin los miembros ateridos de frío de
los cansados alpinistas.
Entre fragmentos de sueño y pedazos de insomnio, pasan allí la noche. Mientras, en esas mismas horas, en Puebla, sus madres velan con la esperanza de escuchar el aldabonazo en la puerta de sus zaguanes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario