martes, 9 de julio de 2013

Quinta parte



Domingo 18 de mayo de 1941. 6:00 a.m. Lo despierta el hambre. Pero no hay desayuno. Hace más de doce horas que las provisiones se agotaron. Reanudan la marcha, sin rumbo pero de bajada. Y bajar ya es un consuelo.  Caminan, caminan. Pasan las horas, y sobre las horas pasan diez siluetas encorvadas que bajan barrancas y suben lomas. 

Agustín es parte de la retaguardia. Lleva la pesada carga de su compañero enfermo. Sin embargo, camina despreocupado. Silba una melodía. El enfermo pregunta por el título de la melodía…

-Frenesí, creo. ¿La conoces?
-¡Claro que la conozco! Y así no va.
-¡Sí, cómo no! Escucha…

Un grito desgarrador interrumpe el silbido de Agustín.

¡Ayuda, ayuda! –se escucha entre el pinar- ¡El jefe se desbarrancó!

El mismo accidentado alza la voz desde el fondo de la barranca: ¡No pasada nada! Es una pequeña barranquilla. Ayúdenme a salir.

Así de férrea es y noble es nuestra disciplina –piensa Agustín, orgulloso de su Instituto Oriente-: el jefe va siempre a la cabeza, así que si hay un peligro, él es el primero en padecerlo. ¡Bendita sea la moral de los verdaderos católicos romanos –diría su padre-, de los verdaderos cristianos! Dan su vida por cumplir con el deber; ellos saben que tienen que devolvernos ilesos.

Vuelven a caminar. 

De pronto, después de un andar aletargado e inconsciente, Agustín experimenta un ligero cansancio. Hasta ahora siente en verdad el peso de su compañero enfermo. Le pide un descanso. El enfermo no responde, no tiene voluntad para hacerlo. Se sientan a la vereda del camino. Unos segundos, sólo unos segundos y continuamos. Agustín es vencido por el sopor. Un coyotito y seguimos.

Agustín dormita y piensa en el futuro. Dentro de cuatro meses viajará  la Ciudad de México, a visitar a su tío Carlos Aguilar Muñoz y a su primo Mario.

Ahora que vayas a México –le dijo Mario en su más reciente visita a Puebla-, te voy a llevar a la fiesta de quince años de una prima común.  Su papá es tío nuestro. Tío José es Aguilar por parte de su madre. La prima se llama María de la Luz.

-No sé si tengo ganas de conocer primas...

-¡Agustín, no seas aguafiestas! Es en Tacubaya. Son nuestras primas, las Tagle Osorio, son dos hermanas más o menos de nuestra edad. Su tío es el ingeniero José Luis Osorio Mondragón, toda una eminencia en los círculos universitarios. Está delicado de salud, pero le va a dar gusto conocernos, vas a ver.  Mi papá los quiere mucho. Vas a ver que nos la vamos a pasar muy bien.

-Bueno. Supongo que tendré que ir medio catrín.

-Pues tú dirás. María de la Luz cumple quince años.

-Mmm…

Y su murmullo se vuelve el murmullo de su sueño. Y el murmullo lo despierta.  Abre los ojos, levanta la cabeza, termina de despertar. Se alarma: mira hacia todas partes y no ve a nadie. ¡Ni siquiera a su compañero enfermo! ¿Y el grupo? ¿Dónde están todos? Se levanta, corre para acá, corre para allá, sube, baja, otea, llama a gritos. Pero el aire sopla en sentido contrario y se lleva sus palabras a ninguna parte.

¡Los ha perdido! ¡Ha perdido a los perdidos! Así que está más que perdido. ¡Y el enfermo también ha desaparecido! Lo invade el terror, lo sobrecoge dentro de la soledad del pinar. 

Y en medio de la agreste naturaleza, Agustín se hinca e implora la ayuda divina. 

Se levanta y vuelve a correr enloquecido, sin rumbo determinado. Tembloroso, extrae de su pantalón un trozo de papel y un lápiz. Quiere tomar alguna precaución. Si pierdo la razón –reflexiona-, no podré explicar a nadie lo que hago en estas inmensas soledades. Si me enfermo y deliro, ¿cómo pediré ayuda? Así que escribe con la mayor claridad posible:

Me llamo Agustín Aguilar Rodríguez, 
tengo 17 años y estoy perdido. 
Llamar por favor a Puebla, al 45-51.

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