Narración de los
hechos ocurridos en la familia Aguilar Rodríguez
con motivo de una
excursión al Ixtaccíhuatl hecha por los alumnos
del Instituto
Oriente el día 17 de mayo de 1941
19 de mayo de 1941
Primera parte
El
Instituto Oriente, como es su costumbre para atraer a sus alumnos a cosas
buenas y separarlos así de las diversiones perversas que se estilan en la
ciudad, organizó una excursión al Ixtaccíhuatl, compuesta de veinticinco
muchachos y dos profesores, futuros sacerdotes jesuitas.
El programa de tiempo de la excursión:
El programa de tiempo de la excursión:
1. Pernoctar
el viernes 16 de mayo de 1941 en la escuela.
2. Salir en un camión a Huejotzingo a las dos de la mañana.
3. De aquí, seguir al punto denominado “El Aserradero”, para llegar a él a las cinco de la mañana, hora en que se comenzaría a ascender al punto llamado “Las Cuevas”, a donde llegarían a las ocho de la mañana, o sean tres horas después de haber dejado “El Aserradero”.
4. En “Las Cuevas” se quedarían los muchachos que no tuvieran fuerzas para subir hasta el pecho de la “Mujer Blanca”. Los que se sintieran con fuerzas serían encabezados por uno de los profesores para llegar hasta esa cúspide del volcán. El otro profesor se quedaría con los muchachos débiles.
2. Salir en un camión a Huejotzingo a las dos de la mañana.
3. De aquí, seguir al punto denominado “El Aserradero”, para llegar a él a las cinco de la mañana, hora en que se comenzaría a ascender al punto llamado “Las Cuevas”, a donde llegarían a las ocho de la mañana, o sean tres horas después de haber dejado “El Aserradero”.
4. En “Las Cuevas” se quedarían los muchachos que no tuvieran fuerzas para subir hasta el pecho de la “Mujer Blanca”. Los que se sintieran con fuerzas serían encabezados por uno de los profesores para llegar hasta esa cúspide del volcán. El otro profesor se quedaría con los muchachos débiles.
Los
alpinistas fuertes, en su ascenso, tendrían que pasar por los siguientes
puntos: Torre de San Agustín, El Pedregal, Las Rodillas (de la Mujer Blanca),
el Espinazo, Llanuras de Nieve y, por último, “El Pecho de la Mujer Blanca”.
Aquí deberían llegar a mediodía, para descender de nuevo y estar abajo, para
reunirse con sus compañeros, en “El Aserradero” a las seis de la tarde y tomar
allí el camión que los esperaría, para arribar a Puebla a las diez de la noche
del mismo sábado 17.
Era un
programa bien estudiado y viable, un poco fuerte, pues en un solo día debía
hacerse el ascenso y el descenso; pero los muchachos y el profesor son expertos
ya en el alpinismo y habían ido al mismo lugar ya dos veces.
Éste
fue el programa; otros fueron los hechos y los resultados, como se verá
enseguida.
Todas
las mamás de los excursionistas estuvieron pendientes en sus hogares a las diez
de la noche de ese sábado 17, para recibirlos. Les tenían preparada su cena:
pan, café con leche, etc. Pero dieron las once y no llegaban. Y sonaron las
tétricas doce de la noche y comenzó a correr el primer minuto del día 18,
domingo de mayo. Sonaron la una, las dos, las tres… y las seis de la mañana y
las madres de los alpinistas habían pasado toda la noche en vela, esperando a
sus hijos.
Al
despertar en la madrugada del domingo, el que esto escribe, padre del joven
alpinista Agustín Aguilar Rodríguez, preguntó que si (su hijo) había llegado.
Contestación: ¡No! Allá, en sueños,
tuvo la impresión de que había llegado a su casa el joven Agustín, pero la
realidad era muy distinta.
Nos
fuimos a misa y despaché un asunto urgente profesional. Eran las nueve de la
mañana de ese domingo aciago del 18 de mayo de 1941 y no había noticias de los
alpinistas. Todos sabemos lo traicioneras que son las nieves de los volcanes:
hanse tragado ya muchos seres humanos que se han atrevido a hollarlas.
Comenzaba nuestra imaginación a torturarse. Confieso que tuve un momento en que
la imaginación se me escapó de la fe y de la razón y comencé a redactar la
esquela de defunción de mi hijo, tragado ya en alguna grieta del fatídico
Ixtaccíhuatl. Apenas me di cuenta de tan negro pensamiento, se sobrepuso la
razón y lo estrujó hasta dejarlo sin vida. Volvió la fe a imponerse y di
órdenes a mi esposa (de) que, mientras yo terminaba un asunto urgente, ella,
sin dilación de ninguna clase, comenzase a tomar datos de quien más supiese. Mi
esposa acudió inmediatamente a los padres de la Compañía: ninguna noticia se
obtuvo. Eran las nueve de la mañana de ese domingo 18. Entonces, habló al
Instituto por teléfono: ninguna noticia. Se le dijo que tuviese calma, que ya
llegarían los excursionistas. ¡Eran ya las once de la mañana y los alpinistas
debían haber regresado a sus casas doce horas antes! Es decir, ya era mediodía,
que, en estos casos, es una eternidad de tiempo.
¡Las
nieves de los volcanes son muy traicioneras!
La
razón y la fe luchaban contra la imaginación. Ésta era negra, oscura como un
abismo. Eran las once de la mañana, digo, y suena el timbre del teléfono, que
toma mi esposa…
-¿Con quién hablo?, preguntaron.
-Con la señora Aguilar.
-¿No está el ingeniero Aguilar?
-Sí. ¿Con quién hablo?
-Con un amigo del ingeniero, y con él es con
quien quiero hablar.
Tomé
entonces el teléfono, y me dicen del Instituto:
-Señor Aguilar, no quisimos decirle a su señora,
pero la verdadera situación en este momento es la siguiente: han regresado ya
unos cuantos muchachos del grupo de excursionistas que no quiso ascender hasta
el Pecho Blanco del volcán; pero hay otro grupo de nueve jóvenes, con un
profesor a la cabeza, que no aparecen; y en este grupo perdido… está su hijo de
usted.
Muy bien –contesté-. Gracias. Voy a ver qué providencias tomo.
Mi
esposa estaba junto a mí y se daba cuenta de la terrible noticia que vino a
matar la alegría que por un momento cundió entre tantas madres acongojadas,
pues al llegar esos cuantos muchachos de regreso, inmediatamente sonaron los
teléfonos avisando: ¡Ya llegaron!
Yo
también recibí esta noticia, y le di gracias a Dios; pero al rato fue cuando
por teléfono recibí los datos ciertos que ya dejo apuntados, es decir, que un
grupo de nueve muchachos, con su profesor a la cabeza, estaban perdidos en el
fatídico volcán.
Las
providencias que tomé fueron: vestirme en traje de excursión, con mis polainas;
pedir mi abrigo y mi manga de hule; mandar comprar un minúsculo bastimento
(cuatro terrones de azúcar, dos chocolates y dos trocitos de queso). Busqué una
linterna eléctrica: no estaba al corriente. Mandé entonces comprar unos
cerillos y una vela. Pedí un coche de sitio, me despedí de mi familia y fui a
cumplir con mi obligación de padre: buscar a mi hijo, vivo o muerto.
Continuará.
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