jueves, 4 de julio de 2013

Primera parte


Narración de los hechos ocurridos en la familia Aguilar Rodríguez
con motivo de una excursión al Ixtaccíhuatl hecha por los alumnos
del Instituto Oriente el día 17 de mayo de 1941

Ismael Aguilar Muñoz 
19 de mayo de 1941


Primera parte

El Instituto Oriente, como es su costumbre para atraer a sus alumnos a cosas buenas y separarlos así de las diversiones perversas que se estilan en la ciudad, organizó una excursión al Ixtaccíhuatl, compuesta de veinticinco muchachos y dos profesores, futuros sacerdotes jesuitas. 

El programa de tiempo de la excursión:

1. Pernoctar el viernes 16 de mayo de 1941 en la escuela.
2. Salir en un camión a Huejotzingo a las dos de la mañana. 
3. De aquí, seguir al punto denominado “El Aserradero”, para llegar a él a las cinco de la mañana, hora en que se comenzaría a ascender al punto llamado “Las Cuevas”, a donde llegarían a las ocho de la mañana, o sean tres horas después de haber dejado “El Aserradero”. 
4. En “Las Cuevas” se quedarían los muchachos que no tuvieran fuerzas para subir hasta el pecho de la “Mujer Blanca”. Los que se sintieran con fuerzas serían encabezados por uno de los profesores para llegar hasta esa cúspide del volcán. El otro profesor se quedaría con los muchachos débiles.

Los alpinistas fuertes, en su ascenso, tendrían que pasar por los siguientes puntos: Torre de San Agustín, El Pedregal, Las Rodillas (de la Mujer Blanca), el Espinazo, Llanuras de Nieve y, por último, “El Pecho de la Mujer Blanca”. Aquí deberían llegar a mediodía, para descender de nuevo y estar abajo, para reunirse con sus compañeros, en “El Aserradero” a las seis de la tarde y tomar allí el camión que los esperaría, para arribar a Puebla a las diez de la noche del mismo sábado 17.

Era un programa bien estudiado y viable, un poco fuerte, pues en un solo día debía hacerse el ascenso y el descenso; pero los muchachos y el profesor son expertos ya en el alpinismo y habían ido al mismo lugar ya dos veces.

Éste fue el programa; otros fueron los hechos y los resultados, como se verá enseguida.

Todas las mamás de los excursionistas estuvieron pendientes en sus hogares a las diez de la noche de ese sábado 17, para recibirlos. Les tenían preparada su cena: pan, café con leche, etc. Pero dieron las once y no llegaban. Y sonaron las tétricas doce de la noche y comenzó a correr el primer minuto del día 18, domingo de mayo. Sonaron la una, las dos, las tres… y las seis de la mañana y las madres de los alpinistas habían pasado toda la noche en vela, esperando a sus hijos.

Al despertar en la madrugada del domingo, el que esto escribe, padre del joven alpinista Agustín Aguilar Rodríguez, preguntó que si (su hijo) había llegado. Contestación: ¡No! Allá, en sueños, tuvo la impresión de que había llegado a su casa el joven Agustín, pero la realidad era muy distinta.

Nos fuimos a misa y despaché un asunto urgente profesional. Eran las nueve de la mañana de ese domingo aciago del 18 de mayo de 1941 y no había noticias de los alpinistas. Todos sabemos lo traicioneras que son las nieves de los volcanes: hanse tragado ya muchos seres humanos que se han atrevido a hollarlas. Comenzaba nuestra imaginación a torturarse. Confieso que tuve un momento en que la imaginación se me escapó de la fe y de la razón y comencé a redactar la esquela de defunción de mi hijo, tragado ya en alguna grieta del fatídico Ixtaccíhuatl. Apenas me di cuenta de tan negro pensamiento, se sobrepuso la razón y lo estrujó hasta dejarlo sin vida. Volvió la fe a imponerse y di órdenes a mi esposa (de) que, mientras yo terminaba un asunto urgente, ella, sin dilación de ninguna clase, comenzase a tomar datos de quien más supiese. Mi esposa acudió inmediatamente a los padres de la Compañía: ninguna noticia se obtuvo. Eran las nueve de la mañana de ese domingo 18. Entonces, habló al Instituto por teléfono: ninguna noticia. Se le dijo que tuviese calma, que ya llegarían los excursionistas. ¡Eran ya las once de la mañana y los alpinistas debían haber regresado a sus casas doce horas antes! Es decir, ya era mediodía, que, en estos casos, es una eternidad de tiempo.

¡Las nieves de los volcanes son muy traicioneras!

La razón y la fe luchaban contra la imaginación. Ésta era negra, oscura como un abismo. Eran las once de la mañana, digo, y suena el timbre del teléfono, que toma mi esposa…

-¿Con quién hablo?, preguntaron.
-Con la señora Aguilar.
-¿No está el ingeniero Aguilar?
-Sí. ¿Con quién hablo?
-Con un amigo del ingeniero, y con él es con quien quiero hablar.

Tomé entonces el teléfono, y me dicen del Instituto:

-Señor Aguilar, no quisimos decirle a su señora, pero la verdadera situación en este momento es la siguiente: han regresado ya unos cuantos muchachos del grupo de excursionistas que no quiso ascender hasta el Pecho Blanco del volcán; pero hay otro grupo de nueve jóvenes, con un profesor a la cabeza, que no aparecen; y en este grupo perdido… está su hijo de usted.

Muy bien –contesté-. Gracias. Voy a ver qué providencias tomo.

Mi esposa estaba junto a mí y se daba cuenta de la terrible noticia que vino a matar la alegría que por un momento cundió entre tantas madres acongojadas, pues al llegar esos cuantos muchachos de regreso, inmediatamente sonaron los teléfonos avisando: ¡Ya llegaron!
Yo también recibí esta noticia, y le di gracias a Dios; pero al rato fue cuando por teléfono recibí los datos ciertos que ya dejo apuntados, es decir, que un grupo de nueve muchachos, con su profesor a la cabeza, estaban perdidos en el fatídico volcán.


Las providencias que tomé fueron: vestirme en traje de excursión, con mis polainas; pedir mi abrigo y mi manga de hule; mandar comprar un minúsculo bastimento (cuatro terrones de azúcar, dos chocolates y dos trocitos de queso). Busqué una linterna eléctrica: no estaba al corriente. Mandé entonces comprar unos cerillos y una vela. Pedí un coche de sitio, me despedí de mi familia y fui a cumplir con mi obligación de padre: buscar a mi hijo, vivo o muerto.

Continuará.

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