Pasaban
rápidamente estos relámpagos locos por mi imaginación y mi boca dejaba
silenciosamente decir una palabra, una oración cristiana, y yo seguía ese
camino desconocido para mí, solitario con mis pensamientos, la cabeza,
sosteniendo debajo de mi manga de hule mi abrigo y mi pequeño bastimento.
La
lluvia seguía, pertinaz.
Encontré
en mi camino (en mi calvario) a dos pastorcillos. Les pregunté si había un coche
por estos rumbos, pues sabía yo que un señor, también padre de excursionistas
perdidos, había subido con su coche y estaba en El Aserradero. Me contestaron
que sí. Pero yo seguía andando y andando y no llegaba al sitio deseado de ese
coche, para inquirir allí nuevas noticias.
Mi
materia ya no podía, mi espíritu la empujaba. Algunas veces pensaba: Si a algún
salvaje de los que suelen vivir por estas soledades se le antoja matarme, pues
qué le vamos a hacer, así Dios lo dispone. Solamente había desayunado, en mi
casa. Eran las tres de la tarde y yo sentía que el estómago pedía algo. Vi que
mi bastimento era escasísimo. Tenía yo que guardar para los perdidos, para los
yertos tirados en la nieve, que no habían comido durante veinticuatro horas.
Tenía yo que guardar mis cuatro trocitos de azúcar y dos chocolates, y entonces
solamente le quité a uno de los trozos de azúcar una diminuta parte y en el
camino me incliné un rato a beber tres tragos de agua que corría por un pequeño
caño. Y seguí adelante.
Eran
las cuatro de la tarde cuando avisté el coche y un señor, padre de uno de los
perdidos, el señor Fernández, que estaba solitario en El Aserradero. Me vio
llegar (no nos conocíamos) y de soslayo me dirigió una mirada inquieta. Creo
que yo debí de haber llevado aspecto de facineroso, con mi sombrero todo
mojado, mi manga de hule, mis polainas, mi cara de abatido, cansado, acongojado
y hambriento. Llegué cerca de él, para preguntar…
-¿Qué
dicen los periódicos? Yo soy papá de uno de ellos.
-Y
yo también. ¡Qué barbaridad!
-Señor
Fernández –en el camino, cuando encontramos el coche que regresaba, ya me
habían dicho el nombre del señor-, yo me sigo adelante, aunque no conozco el
camino; pero ya iré viendo cómo lo encuentro.
Estábamos
al pie de una de las inmensas estribaciones del Ixtaccíhuatl. Enfrente, se veía
una pared inmensamente alta, que habría que ascender para llegar a Las Cuevas,
lugar en donde pensaba pernoctar. Uniéndome allí a dos personas que me llevaban
como tres o cuatro horas de adelanto. Esas dos personas eran el padre Lapuente
y el señor Lapuente, tío del padre, tío de uno de los excursionistas perdidos y
padre de uno de los jóvenes que no quisieron subir hasta las nieves y que por
esta circunstancia se salvaron de andar perdidos. Antes de partir, ya en mi
nueva etapa peligrosa y, más que otra cosa, dudosa, pues yo solo, sin conocer
las veredas, me iba a internar en las imponentes estribaciones del volcán, me
dijo el señor Fernández:
-Yo
me voy porque no puedo subir. Me asfixiaría. Volveré esta noche. O mañana
temprano, mejor.
-Sería
bueno llevar unas reatas.
-Aquí
traigo unas…
Y
sacó dos, que me colgué de la cintura, metiéndolas en el cinturón. Era aumentar
el peso, que ya no podía ni soportar mis propias carnes y huesos.
Eran
las cuatro y media de la tarde. Allí, en esa soledad inmensa e imponente. El
señor Fernández partió en su coche (la voluntad y el amor del padre hicieron
que el motor funcionarse milagrosamente para ascender hasta el lugar en el que
nos encontrábamos, a donde otros coches no pudieron llegar). Partió hacia
Puebla, a llevar las últimas y terribles noticias:
¡Perdidos en la nieve 24
horas! Yertos ya, probablemente. ¡Es tan traicionera la nieve de los volcanes!
Algún alud, algún ventisquero, alguna grieta se habría tragado a los diez
alpinistas perdidos.
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