Ismael Rodríguez Muñoz
Eran
las once y media de la mañana. Pasé por el Instituto a tomar las últimas
noticias. No había ninguna nueva. Me dijeron: Acaban de salir para Huejotzingo dos de los profesores del Instituto, a
organizar una brigada alpinista que vaya a buscar a los perdidos.
Está
bien –dije-, voy a alcanzarlos para unirme a ellos y coadyuvar.
A las
doce estaba yo en Huejotzingo. Me hice presente a los señores profesores, a
quienes de vista conocía, y les hice saber que era yo el papá de Agustín.
Despaché el coche en que vine e, invitado, subí al carro de los padres, quienes
en pocos minutos ya habíanse provisto de combustible. Yo me apresuré a comprar
un bote, para llevar agua para el motor del coche, pues (sabía) que el camino
iba a ser penoso y (que cuando) los motores se calientan demasiado los coches no
pueden ascender las pendientes fuertes.
A la
una de la tarde de ese domingo 18, arrancó el coche rumbo al Aserradero,
llevándonos a los dos padres y a mí. Íbamos en el camino conjeturando
prudentemente lo que podría haberles pasado a los alpinistas. Otras veces,
hablábamos de la belleza (y) de lo agreste de los lugares. Otras veces,
callábamos y cada quien meditaba, sin duda, en la suerte de los excursionistas.
A medio
camino, el coche comenzó a fallar. Mi ansiedad por llegar al término de mi
viaje crecía con esas fallas. Seguimos el camino. Y serían las dos de la tarde
cuando encontramos un coche que venía de regreso, trayendo a varios muchachos,
no de los perdidos sino de los que se habían quedado en Las Cuevas. Al ver que
sus compañeros no aparecían, regresaban a dar aviso de los últimos sucesos.
Venía
también, con los muchachos, una señora, madre de uno de los excursionistas que
se habían salvado al no haber querido ascender con los alpinistas fuertes, pero
tía de uno de los perdidos. Antes de estar un coche junto al otro, la señora
extendió su mano haciéndonos señas de que… ¡nada!
Yo
estaba ya inconsciente, a mí ya no me hacían mella las malas noticias. Yo sólo
quería avanzar, ascender y ascender.
Bajamos
de los coches, todos, para cambiar impresiones. Yo, desde luego, hice saber a
los padres que me acompañaban, que mis intenciones eran seguir adelante hasta
encontrar a Agustín. Los padres, conocedores del corazón del hombre, callaron
discretamente; sólo me dirigieron una mirada penetrante, acerada y comprensiva.
En cambio, los muchachos que venían de regreso y la señora, luego luego me
dijeron:
-¡No vaya usted, es inútil! ¡Va usted a coger
una pulmonía! ¡Se va usted a mojar!
La
lluvia estaba amenazante.
Yo no traigo más que una idea
–respondí-: encontrar a Agustín.
Procuré
cuanto antes poner en acción mi idea, y como el coche en que veníamos ya tenía
su motor muy caliente y ya no podía subir, le dije al profesor señor Navarro:
-Señor, yo me voy. Si ustedes pueden
alcanzarme en el coche, bien; pero yo creo que ese coche ya no sube.
Eran
las dos y diez minutos de la tarde, la lluvia comenzaba a caer. Me puse mi
manga de hule y, dejando al grupo de los padres, los muchachos y la señora en
sus dos coches, yo comencé mi calvario.
La
lluvia estaba ya en su apogeo. A un indígena que estaba cerca le dije (que) si
quería servirme de guía. Yo nunca había ido por esos lugares. El indígena no
quiso, pero sí se fue conmigo un rato, pues ése era su camino. El agua
arreciaba. El indígena, guareciéndose en un árbol, me invitó a hacer lo mismo.
Yo no acepté, pues comprendí que los minutos eran oro en esas circunstancias.
Cada paso que daba yo, solo y mi alma, en esos montes inmensos, en esa
soledades imponentes con que la naturaleza sobrecoge el corazón del hombre,
cada paso que daba yo, balbucía mi lengua en una oración. Ya era un Padre
Nuestro, ya era un Ave María, ya un Salve… Todo lo que mi madre me enseñó de
chico. Ya seguía, ora aprisa, ora despacio. Yo comprendí que cada paso que daba
era uno menos para llegar hasta mi hijo, a quien la imaginación, ya hirviente,
ora me lo hacía aparecer en un rincón del camino, como saliendo perdido de la
maleza, ora me lo imaginaba yo tendido sobre las llanuras de nieve, yerto.
Entonces me acordé de que no llevaba ni una navajita, para abrirme una vena y
darle al moribundo aunque sea mi sangre a beber, para que se recobrara. Me
detuve a inspeccionar mi morral y no llevaba yo una botella de limonada que,
pensaba, me habrían puesto mis familiares…
Al no
llevar esa navajita, pensé que con las uñas me rompería la carne hasta que
brotara sangre, o me rasparía el brazo fuertemente contra la corteza de un
pino.
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