jueves, 11 de julio de 2013

Sexta parte

Fotografía tomada en noviembre de 1941,
seis meses después de los acontecimientos 
narrados por el ingeniero Ismael Aguilar Muñoz 
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Me llamo Agustín Aguilar Rodríguez, 
tengo 17 años y estoy perdido. 
Llamar por favor a Puebla, al 45-51.

Agustín guarda la nota en el bolsillo de su camisa

Si pierdo la razón, alguien encontrará mi nota –murmura Agustín, mientras el viento susurra tétricos lamentos por la desgracia del joven, quien vuelve en sí, levanta la mirada y dice en voz alta: ¡Pero no he perdido la razón! ¡Dios mío, haz que encuentre a mis compañeros!

Agustín confía en Dios, sí, pero prefiere reforzar sus plegarias con un Ave María. Dios te salve, María, llena eres de gracia...

Sigue con su rezo, el Señor es contigo, mientras corre y trepa al punto más alto de una loma, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús, abre desmesuradamente los ojos, Santa María..., atisba como lince y… ¡percibe allá, a lo lejos, una hilera de nueve personas que se mueve hacia donde él se encuentra!

¡Aquí vienen, aquí vienen! -dice con su sonrisa el perdido de los perdidos, y regresa el alma a su cuerpo-. Ya no estoy tan perdido. 

El grupo se había dado cuenta de que faltaba Agustín, así que los nueve regresaron a buscarlo. ¡Y ahora se encuentran! El grito colectivo revienta en esquirlas de júbilo y el alivio baja y se balancea como una ligera pluma.

Agustín –dice el profesor, visiblemente molesto-, el grupo echó a la suerte si regresábamos por usted o lo abandonábamos. La moneda decidió que lo abandonáramos, jovencito; pero impuse mi autoridad. Es usted tan despistado, que sus padres me lo hubieran reclamado toda la vida. ¡No se abandona a un despistado en medio de la nada! ¿Cómo fue que se perdió, Aguilar?

-Usted dijo que, para mantener la fila unida, con la mano derecha tomáramos el hombro del compañero de adelante. Así lo hice. ¡Pero la fila no avanzaba, no avanzaba! Qué raro, pensé. Y de pronto me di cuenta de algo espeluznante: mi mano derecha estaba posada en una gran piedra.

El profesor tuvo que apagar el estallido de risas de los compañeros...

-¿Por qué espeluznante, señor Aguilar?
-¡Porque yo recuerdo haber tomado el hombro de un compañero!
-Pues ya ve que no, muchacho tonto. Tendremos que inventar otra historia, Aguilar. 
-¿Por qué, profesor?
-¿Cómo que por qué, Aguilar? ¿Quiere que sus futuros hijos y nietos se enteren de sus hazañas?
-No, profesor.
-Bien. Entonces, diremos que el haber cargado tanto tiempo al enfermo lo agotó hasta rendirlo de cansancio y de sueño. ¡No se le ocurra hablar de la piedra y de su mano!
-No, profesor. Gracias, profesor.
-Vuelva con su enfermo y sigamos…

Y ya reunidos, todos siguen adelante, adelante, bajando siempre, sin conocer ya las veredas que recorren pero con la tranquilidad del pleno día que vuelve la vida a los corazones, con el calor del sol que vivifica los cuerpos ateridos por el frío de la noche pasada, con la fe en Dios…

Con la fe en Dios, sí, pero sin la plena seguridad de volver.

7 comentarios:

  1. Fantastico!
    No podía faltar el chascarrillo...
    Agustín esta historia esta genial, lo malo es que nos la has dado demasiado poco a poco ( no se si este bien escrito, lo que si se es que expresa mi sentir por la desesperación de llegar al final!)

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  2. Ya termino, ya termino. Pero el que la hace de emoción es mi abuelo. Has de saber que cada vez que leía en voz alta esta historia, mi abuelo hacía llorar a mis tías. Y cuando tocó el turno a mi papá de hacer la lectura en voz alta, al morir mi abuelo, quienes vertíamos lágrimas éramos los niños Aguilar Tagle. Lo curioso es que dejó de leerse durante muchos años, olvidamos los pormenores de la historia y las hojas quedaron arrumbadas en un cajón. Y siempre alguien preguntaba: ¿Quién se quedó con la historia del Ixtaccíhuatl? Y nadie respondía, aunque siempre aparecía (quién sabe cómo y por qué) una copia fotostática del documento original.

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    1. Sabes, yo recuerdo que cuando nos lo contaba sin leer su escrito, hablaba de estar desorientado y sintiéndose perdido para siempre; rezó un Ave María y al girar su mirada vió a lo lejos al grupo de los perdidos. ¿Tú lo recuerdas?

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    2. ¡Sí, es cierto! Sí, me acuerdo muy bien de eso. Y como este texto es mío (es mi recreación de la escena), le voy a aumentar lo que comentas. Además, voy seguir con otros textos de papá y de mamá. ¡Ay, cómo me duele haber perdido el diario de mamá! No sé qué hice con él. Era una libreta de pastas verde esmeralda. ¡Lo perdí! Aunque casi me lo sé de memoria, me duele mucho esa pérdida. Es en ese diario donde mamá escribe en 1947 (a los 21 años de edad): "En cuanto a lo que pienso de las personas, pocas veces me equivoco".

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    3. Excelente, eso creo que es lo que más le gustaba contarnos para contagiarnos su fe.

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    4. En honor a su personal trabajo pastoral con sus hijos, hasta su hijo Agustín (el más difícil en asuntos de fe) mantiene una extraña combinación de ecumenismo post conciliar y dogmatismo medieval.

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